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Instrucciones para encender una cocina de leña: haciendo fuego a la antigua usanza

Bienvenidxs a nuestro blog ' rural life ' donde nos gusta descubrir las maneras más eco-vintag e de vivir en armonía con nosotros mismxs y nuestro entorno.  En las últimas semanas ha llegado a nuestros oídos una alarmante noticia, el 80% de los jóvenes no saben encender  fuego de manera tradicional y el 90% de los que lo han intentado han terminado con niveles muy elevados de cortisol abandonando en su tentativa. ¿Qué nos está pasando? Hemos de reconocer que muchos avances tecnológicos han facilitado sin duda nuestras vidas (o sea, las chimeneas eléctricas, estufas de pellets,...)  pero son demasiados los jóvenes que nunca han visto una cocina de leña y muchos menos los que hemos probado a alimentar a una Lacunza cuan dragón medieval con madera natural y un fósforo ¡muy crazy ! Es por ello que nos ha parecido top compartir con vosotrxs unas instrucciones básicas para que cualquiera pueda probar  los beneficios de hacer fuego a la antigua usanza, el último grito entre nuestra

Memorias de clorofila


Vivo en esta vieja estación de tren desde hace...desde... supongo que casi desde que nací. La Estación es mi hogar, mi refugio, mi lugar de descanso y de diversión y no conozco mejor lugar mejor para vivir. Bueno, en realidad no conozco ningún otro pero, de todos modos, me gusta.  Aquí en La Estación cada día es diferente. Cada momento es distinto al anterior y especial, por eso doy gracias de poder vivir en esta maceta...
¡Uy, vaya! ¡que descuido! He olvidado presentarme. Mi nombre es Geranio, soy de la familia de las geraniáceas y procedo del África austral.  Mis parientes no viven conmigo en la estación.  Viven en el campo, concretamente en Ciudad Jardín, como es habitual en nuestra familia. Yo fui separado de ellos para servir aquí, en La Estación, junto a Banco, mi fiel amigo.  Las geraniáceas tenemos un alto sentido del deber “Hay que saber estar” -- ya lo decía mi madre: “porte, tallo, y presencia, mucha presencia...”.  Por eso me han plantado aquí.


Uno de los motivos por los que me gusta vivir aquí es el continuo movimiento de gente, ver personas que van y que vienen, estar siempre rodeado de seres humanos que, sin darse cuenta, me dejan ver y escuchar sus historias, pequeños trozos de sus vidas que respiro junto a ellos y que crecen en mí como brotes de mi propia sabia.
Recuerdo aquella vez...
Era primavera, las primeras horas del día anunciaban una calurosa jornada. Ya empezaba a percibir el ir y venir de las personas y los primeros en hacerme compañía fueron una pareja de jóvenes, se sentaron junto a mi y mi amigo Banco. No hablaron durante un buen rato, sus rostros parecían algo tensos y tristes y mantenían sus ojos clavados en el vacío. Por fin gestos, que llevaron a palabras, él giró delicadamente el rostro aterciopelado de ella y mientras escuchaban el tren que se acercaba veían como el mismo que había sido cupido de su amor ahora se había convertido en secuestrador. Él expresó sin mucha coherencia ni práctica todos aquellos sentimientos que habían sido reprimidos. Ahora, por fin liberados, salían a la superficie como una explosión de emociones agridulces que esperaban ser acogidas con la delicadeza necesaria en el corazón de la joven. Una gota de sudor resbalaba sobre la frente del muchacho, un nudo en la garganta, hormigueo en el estómago, y mientras, ambos se contemplaban en silencio.

Él, su mente embobada, la de ella petrificada y sin mas palabras que sus labios se fundieron en un profundo mar de pétalos de rosa. El secuestrador del amor ya había llegado a la estación, era el momento de partir. Del mismo vagón desde el que ella le miraba con una mano puesta en el cristal y rezaba por congelar el tiempo, bajaba un hombre, de mediana edad vestido de traje y corbata negra. Su mirada era desafiante y su paso firme pero pausado, a través de sus ojos de agua marina podía observar una mente trabajadora y cansada que había olvidado el valor de la felicidad. Se encontraba perdido sin saberlo y a nadie allí parecía importarle a pesar de que sus ojos gritaban haber perdido el norte, tal vez a nadie le importara, pero a mí sí, en ese mismo momento me hubiese gustado ser hombre para poder ayudarle, pero me tuve que conformar con escucharle. Una vez más, Banco y yo escuchamos la historia de aquellos que dejan su recuerdo en la estación:

Aquel hombre, de rostro sereno que incitaba al respeto, se situó de pie junto a mi posando su maletín junto a mi maceta y sacando del bolsillo interior de su chaqueta una cajetilla de cigarrillos, se dispuso a encender una con un brillante encendedor zippo  de color plata; tenía una inscripción en el lateral, parecía el nombre de una mujer... sí, lo era, era el nombre de su mujer. Estaba allí, de pie junto a mí, esperándola para que le llevase a su lugar de descanso, a su hogar. Él se consideraba a sí mismo afortunado por haber estudiado en una prestigiosa universidad, haber hecho un master en el extranjero, por haber conseguido siempre con su sudor poner alimento caliente sobre la mesa para los suyos, por poner al alcance de su mano las posibilidades de una vida perfecta...
A pesar de que éste no pueda parecer el perfil de un hombre desgraciado, sí lo es:
Este hombre se había olvidado de ser feliz, se había olvidado de esos detalles, esos pequeños placeres que de joven le hacían revivir y disfrutar la vida; era tal su empeño por conseguir mucho para su familia que en realidad les negaba todo, les negaba su presencia como marido y como padre.
Allí estaba, aquella era su mujer, esbelta y elegante, de mirada cristalina y cabellos sedosos de color miel,  se dirigía hacia él con sonrisa amable. Él, con la mirada distraída y la cabeza en asuntos de trabajo la besó fugazmente mientras depositaba su colilla en mi… ¿es que a caso soy un cenicero? ¡inconcebible! Bueno, prosigamos... él se agachó y recogiendo su maletín del suelo estaba ya dispuesto a dirigirse al coche cuando vió a un pequeño con carita de ángel agarrando la mano de su esposa, el niño le miraba expectante mientras agarraba aquel endiablado maletín que le hacía estar sumido en medio de papeles todo el día y parte de la noche. Aquel niño, era su hijo que esperaba un gran abrazo, una sonrisa decorada con perlas de colores y unas palabras tiernamente cariñosas que le hiciesen recordar lo mucho que su padre le quería, pero no consiguió nada de eso, tuvo que conformarse con una breve carantoña en la mejilla sonrosada. El niño bajó la cabeza, miró al suelo y sus ojos de avellana se humedecieron mientras susurraba a su madre:
-       Papá se ha olvidado.
Así era, el niño esperaba que su padre estuviera tan entusiasmado como él por ir de pesca, un día solo para ellos dos, un “día entre hombres” como le gustaba decir imitando la voz grave de su padre mientras hinchaba el pecho. Pero claro, el padre a penas había reparado en su hijo como para darse cuenta de su vestimenta: Botas y pantalones largos de color marrón tierra con su chaleco de pesca verde a conjunto con su gorro del cual colgaban dos pequeñísimos anzuelos de colores en la parte frontal que le había regalado su padre.
Mientras él y los suyos se marchaban de la estación un grupo de cinco chicos y chicas llegaban a las taquillas para coger sus billetes de ida a cualquier parte. Eran unos chicos muy despiertos, con los ojos rebosantes de luz, con planes y sueños por cumplir, metas que alcanzar y con una energía electrizante que solo les permitía ver el hoy como único momento de vida. Esa energía la veía reflejada en cada gesto, en cada movimiento, que les hacía perecer un poco más seguros, más fuertes y más invencibles.
Todos ellos se sentaron junto a banco y junto a mi a esperar que su tren llegara a la estación y, por supuesto, a contarnos su historia.
Entre ellos hablaban sobre sus planes de futuro: uno de ellos quería ser ingeniero químico, vivir en un piso pequeño y tener su propio laboratorio. Otro, pensaba en seguir la tradición familiar y hacerse cargo de la empresa de su abuelo, casarse con una preciosa dama, tener muchos hijos y vivir en el campo. Otra, quería ser periodista, aspiraba muy alto en sus logros personales y profesionales, le gustaría vivir como un alma libre y, junto a otra, envejecer juntos y dedicarse escribir libros desde algún bello rincón del mundo donde los pájaros den los buenos días al amanecer.
Ya se aproximaba el tren, se hizo un momento de silencio entre los muchachos que se habían mergullido en sus propios océanos de ilusiones y disfrutaban de aquel silencio y de aquellos pensamientos porque eran particulares, eran especiales, eran eternos. Los jóvenes se levantaron y con fuerza echaron sus pesadas mochilas sobre los hombros que contenían Esperanza, Ilusiones, Pasíon, Aventuras y mucha Fuerza y ganas de Aprender; mientras, en grupo se dirigían y entraban al último vagón del tren. Eran ya las últimas horas del día, el sol empezaba a ocultarse sigilosamente como si por temor fuera a romper el profundo sueño al que los jóvenes habían sucumbido en los confortables sillones de cálido respaldo ayudados por el ronroneo del tren. El cielo de color lila y rosado, como pétalos de hortensia, despedía al último vagón del tren, porque ese vagón era especial, en el viajaban todos los Sueños del mañana.


Este fue un día en mi estación y aquí junto a mi amigo Banco y su inquilino Vagabundo despido el día que se fusiona con la cálida noche hasta que el ruido de motores ha cesado, el ajetreo de las personas ha amainado y en la acogedora oscuridad de La Estación solo se escucha el vagar de la última mosca solitaria.  

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Por: Miss Luces de Bohemia, 1999
(Dreamland con 14 primaveras)
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