El
lunes hizo sol.
Mi
persona favorita con quien habitualmente voy a trekkinear estaba trabajando. Mi impulso natural fue ponerle
el arnés a nuestra perrita, calzarme las deportivas e ir a donde siempre vamos,
una zona de sendero preciosamente agreste y verde cerca de la costa. Siempre me
costó decidir si soy más de mar o de montaña. Conduje feliz hacia allí, creo que sentir la
calidez del sol en mi rostro a través de la luna delantera hacía emerger mi serotonina
dormida por tanta nube acumulada sobre nuestras cabezas.
Aparqué
el coche, donde siempre; bajé a mi perrita y cerré con el mando a distancia
mientras me alejaba encaminándome hacia el primer tramo del sendero que tenía
frente a mi, como siempre.
El
acceso es uno de esos túneles de árboles que me encantan, donde las copas se
abrazan en lo alto como si la naturaleza quisiera hacernos un dosel con sus ramas de hojas verdes y marrones que dignifiquen nuestra entrada en ella, como Alicia en
su País de las Maravillas. Oía el batir de las olas en la distancia y mi perra
ya corría despreocupada por el arenoso suelo marrón rojizo. Recuerdo haber
pensado, “cómo de croqueta enfangada estaría ahora esta peluda si hubiese
llovido ayer”. Me alegré de no tener que limpiarla y secarla a nuestro regreso.
Me puse satisfecha las gafas de sol.
Al
entrar en el túnel de árboles abrazados, miraba cómo mis deportivas iban
cambiando la intensidad de sus colores por el juego de luces y sombras que se
colaban peleonas entre las ramas. Lo cierto es que me faltaba algo en aquel
paisaje, el de siempre.
Antes
de llegar al final, vi unas siluetas que se acercaban. No reparé mucho en ellas. Seguí
caminando y pensé “cómo de afortunada soy por vivir en un lugar tan hermoso,
que me ofrece tanto por tan poco. Lástima que para vivir aquí tenga que dar
duros por pesetas para trabajar. –Respiré profundo el olor infusionado de pino y
sal marina-: a mi me compensa, la vida son dos días”.
Las
figuras humanas ya estaban casi a mi altura, eran dos chicos, jóvenes, de
entre 26 y 30 años, altos, me llamó la atención que no fueran vestidos con ropa
deportiva, ni tuvieran mascotas, ni mochilas, ni bicis en aquel sitio. "Igual vinieron sólo a ver las vistas al mar". En ese mismo momento que los
chicos me rebasaron, me dio un vuelco el corazón.
Un
flash de imágenes random desfilaron
en fila india por mi cabeza. Miré hacia atrás por acto reflejo, uno de los chicos
había girado el rostro hacia mi, yo aceleré el paso y comencé a correr, antes de donde
comienzo siempre a hacerlo. Ya se lo que me faltaba en aquel paisaje, lo que me faltaba
en aquel paisaje era mi libertad.
Había olvidado que mi turno de libertad y ración de naturaleza
para correr estaba restringida a los fines de semana familiares, tardes de sol
concurridas o cualquier día y cualquier hora pero con guardia custodia varón.
No
me considero una persona asustadiza, ni miedosa, ni tampoco dependiente, me
gusta disfrutar del deporte al aire libre como a cualquiera, pero dado
que todo el país llevaba varias semanas desayunando noticias sobre el caso de
la desaparición de Laura Luelmo, creo que ese cúmulo de imágenes almacenadas en mi retina parecieron activarse de pronto en mi cabeza aquella mañana. Traté de alejar las similitudes razonables de ese
lugar con aquel en donde Laura se cruzó con una sombra oscura, terriblemente oscura.
Mientras
corría yo ya por la zona de páramo abierto, mi corazón comenzaba a acelerarse
notando el latido más en la garganta que en el pecho. Traté de hacer un
ejercicio mental, de calma -la que siempre me da ese lugar-, de
racionalización, de neutralización de malas vibrations,
de reducción del pánico, y en un momento de lucidez bestial me dije en voz alta
como el pánfilo que va mirando para el suelo y se olvida de mirar la luz del
semáforo antes de cruzar la carretera:
-
Joder,
es lunes. Es lunes por la mañana.
Así
es. Era efectivamente un lunes, de invierno, por la mañana. Me dije incluso
“cómo no pensaste en esto antes de salir”, como quien se castiga por la torpeza
de no saberse de memoria su cartilla de racionamiento. Cuando semejante alumbramiento planeó
sobre mi cabeza me sentí verdaderamente estúpida. Me sentí vulnerable, pero
estúpida e incómoda con esos sentimientos que me constreñían el pecho más de lo normal.
Incómoda por no desearlos, no quererlos en mí. Molesta por ver el bellísimo y pacífico lugar en el que estaba, el lugar de siempre, pero con un filtro de miedo porque no iba con un hombre. Miedo que no tuvo mi pareja cuando realizó
la misma práctica en solitario también, en el mismo lugar, unos días antes.
Seguí
corriendo y una nube peregrina dejó caer algunas gotas de lluvia; pensé,
“leches, ya sería mala suerte que se pusiera a llover ahora que acabo de llegar”.
Miré al cielo y aun estaba azul, en mi mente positiva confié en que no fuera a ir a más. Continué corriendo paralela al acantilado que entalla la preciosa silueta de la costa de
profundo azul oscuro.
Subiendo
un gran tramo de pendiente y aprovechando la altitud, miré hacia atrás como
quien no quiere la cosa, esta vez no se muy bien qué pretendía encontrar con la
mirada, tal vez a un ancianito con su perro igualmente artrítico y reumático o
a otra chica corriendo como yo con quien reír diciendo aquello de “vaya, fíjate que gracia, me dio sustín al verte de lejos, ja-ja, qué risa”, o simplemente a nadie. Pero vi,
a lo lejos y en mi misma trayectoria, otra vez dos figuras humanas
indistinguibles. No una, ni tres, otra vez dos... ¿son los chicos de antes?
En ese preciso instante no pude evitar pensar en Laura, en que quizás ella, también quiso neutralizar
sus sentimientos y racionalizar, quizás ella quiso ser dueña de su libertad –que
era de ella- y no tener que llamar a su pareja como quien pide autorización a
otro para poder correr, para poder respirar, para poder vivir. Fue entonces que
ciertamente até a mi perra con la correa, y sintiéndome tonta rematada y tocada en mi orgullo, cogí mi
móvil y llamé a mi persona favorita en este mundo. Creo que nunca lo había hecho antes desde que
vivimos aquí; le dije donde estaba exactamente y fui hablando con él cuesta
arriba con la respiración entrecortada. Me tranquilizó, y me recordó un atajo
de vuelta para retornar por otro sendero cerca de casas sin tener que volver sobre mis
pasos. La lluvia comenzó a ser más gruesa. Mi perra odia la lluvia. Sus cuartos
traseros de potente envergadura ciertamente me ayudaron a subir la pendiente; tal vez tiraba de mí porque
tampoco ella quería estar allí. La estética lluviosa y gris que irrumpió sobre nuestra carrera dificultaban mi esfuerzo por mantener la calma.
Mis gemelos ardían por la velocidad de subida. Por fin vislumbré el tramo de casas del atajo y respiré algo más tranquila pero al
llegar al coche -casi como el que juega al "un, dos, tres, soldadito inglés"-, abrí, metí a la cuadrúpeda de un salto enérgico y me subí como si el asfalto ardiera cerrando las
puertas desde dentro. Vaya estupidez, ¿no?.
De
camino de vuelta por aquella carretera de curvas me fui templando, fui despedazando la
situación, masticando cada sentimiento y pensamiento pero al llegar a casa
estaba simplemente enfadada. No se con quién, ¿conmigo? ¿Con dos siluetas? ¿con
el infame asesinato de Laura?, no lo se, pero enfadada, frustrada, hasta creo
que algo vencida por la pérdida de mi amor propio, mi orgullo y sobre todo mi libertad que se habían escurrido
por aquella cuesta pidiendo auxilios cuan damisela en apuros. Sólo desde la
tranquilidad de mi sofá pude reflexionar sobre que mi chico no me llamó cuando fue
a correr allí él solo; que su padre no le dice “no irás a correr por ahí tu solo”;
que él no se plantea si su pantalón de correr es corto o largo salvo que sea verano. Ni
tiene que escuchar a contertulios rancios del programa de Susana Griso diciendo cómo
de terrible ha sido el asesinato de Laura, y que recomendaba a todas las chicas
no salir a correr por zonas naturales no concurridas. Bien que una psicóloga de la mesa
rápidamente le pidió que rectificara sus palabras. ¿Hay que acotar la libertad del ser social e inocente en favor de la del monstruo? ¿en qué queremos convertir a nuestro país, en una ratonera de seres libres y oasis de asesinos y maltratadores? Cuántos mensajes errados en
su contenido y equivocados de interlocutor. Necesitamos aquí a todos los hombres de nuestro lado, más
sensibilizados que nunca con una realidad vergonzosamente real y más niños y niñas educados
en el #feminismo (que es la
igualdad entre sexos, no el odio al opuesto). Dime cómo tratas a las mujeres y te diré quién eres.
Lloré el asesinato de Laura porque ella no 'se murió', eso es un verbo reflexivo señores, a ella la asesinaron. Ojalá la vida de Laura -que era como la mía- no dependiera del azar de la
violencia machista que supura por todos los poros de nuestra sociedad, ni de la falta de educación en igualdad, la cosificación de la mujer, la falsa creencia del poder de posesión de nuestros cuerpos o la pasividad de todos nosotros como individuos de una nación en la que
es más barato asesinar a una mujer que robar naranjas porque NO SE PONEN MEDIDAS SUFICIENTES PARA EVITAR QUE SUCEDA. Seguimos muriendo, todas y cada una de nosotras, seguimos muriendo, porque el azar hizo que naciéramos mujeres. Pero no es el azar el que genera una sociedad machista, esto se practica todos los días. Hay algo dentro de mi que se muere cada vez que otra mujer es asesinada por violencia machista. Me llora el alma, se me desgarran las entrañas y me retuerzo de rabia. Queremos correr sin miedo y no pormiedo pero lo único que “te enseñan es a no ir sola por sitios oscuros en vez de enseñar a los
monstruos a que dejen de serlo” -Laura
Luelmo-.
Como os dije, era lunes, lunes por la mañana, y ese lunes brilló el sol para mí. Ojalá hiciéramos algo para que todas pudiéramos caminar amparadas bajo la luz del sol desterrando las sombras al lugar que se merecen, fuera de nuestra sociedad.
In memoriam. Nadie te olvida, Laura. DEP.
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